domingo, 24 de mayo de 2009

Julián

Carlos se ha levantado de la mesa y dejado la servilleta sobre la silla, dejando al resto sin palabras.
Todo ha comenzado por una simpleza. Eli le ha replicado delante de sus hijos y eso ha sido la gota que ha rebasado el vaso.
Los abuelos se han mirado perplejos y Nina, la peque, se ha puesto a llorar.
Ella ha explicitado la tensión que ha desatado la furia contenida de su papá.

-¡Hija, no es para tanto!
-Hay que saber callar.
Ha dicho la abuela, mientras el abuelo ha hecho un gesto de reprobación.

-¡Mamá, tienes razón!
Se oye decir Julián, el niño que está empezando a ser un hombrecito.
-Papá se equivoca y tiene que entender que tú también piensas.
-No tienes que decir a todo amén.
-¡Tú vales!
Mientras formula estas palabras, las manos le tiemblan.
No sabe si podría hacerlo delante de su padre.
Es imposible que lo haya oído, porque ha marchado a la calle dando un portazo, pero se siente inseguro.
Su padre ha sido autoritario a más no poder.

Recuerda que una vez se hizo encima, ante el pánico que le produjo la severidad con que Carlos le había hablado.

Había sido un equívoco, pero eso no tuvo arreglo.
Fue tratado como si hubiera cometido un gran delito.
Había sido el vecino del quinto.
Él no sabía porqué, pero se le había acercado y con espanto había escapado.
Al hacerlo había roto una figurita de porcelana.
Pepín, que así se le llamaba, se había presentado ante sus padres reclamándoles que repusieran ese objeto que con tan mala fortuna había tirado al suelo.
No supo explicarse. No sabía la razón que le había hecho escapar del cerco que le había tendido, pero su instinto le había dado señales de peligro y él lo había seguido.

Ahora sabe del juego prohibido que había eludido.



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